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James Baldwin: "La próxima vez el fuego"
James Baldwin: La próxima vez el fuego
Idioma original: inglés
Título original: The Fire Next Time
Traducción: Paula Zumalacárregui para Capitán Swing
Año de publicación: 1963
Valoración: muy recomendable
Me produce cierto sonrojo observar, que tras más de cinco mil libros reseñados a lo largo de la vida de ULAD, siguen faltando autores que, ya sea por su obra o por su pensamiento, son personajes clave en la historia de la literatura. Y, a pesar de que James Baldwin ha aparecido citado en alguna reseña mía y reseñé un libro de relatos de varios autores que, justamente por su título «Esta vez el fuego», le hace un claro homenaje, nos faltaba un libro suyo. Y qué mejor ocasión para hacerlo que en 2024, año en el que se celebra el centenario de su nacimiento.
A modo de introducción, cabe decir que James Baldwin es una figura crucial en la historia de la literatura, el pensamiento y el activismo en los Estados Unidos durante el siglo pasado pues centró su obra especialmente sobre temas de gran importancia social como los derechos civiles, la homosexualidad, la religión y el racismo. En una vida a caballo entre Estados Unidos y Francia, el autor se volcó en la búsqueda de su identidad y en defensa de los derechos civiles, una defensa que le permitió relacionarse con figuras como Malcolm X y Martin Luther King.
Considerado una obra de referencia en aspectos raciales y de derechos civiles, el libro que nos ocupa contiene dos breves ensayos en los que aborda de manera clara aspectos como el racismo, la religión y la identidad. En el primero de ellos, «Tembló mi celda» (ensayo muy breve con poco menos de diez páginas) consta de una carta que el autor escribe a su sobrino para prepararle sobre lo que se encontrará en la vida (de manera similar a la carta que Ta-Nehisi Coates escribe a su hijo en «Entre el mundo y yo») y a quien pone sobre aviso al indicarle que «lo único que puede destruirte es que creas a pies juntillas los insultos racistas de los blancos». Así, Baldwin habla a su sobrino sobre las personas aparentemente inocentes y bienintencionadas advirtiéndole que «te escribo esta carta para intentar aconsejarte sobre cómo tratar con ellos» y le recuerda así mismo que cuando nació lo hizo «para que te amáramos, criatura, con locura, de una vez y para siempre, para curtirte en un mundo sin amor» porque «gracias al amor, hagamos que nuestros hermanos se vean tal y como son, dejen de huir de la realidad y empiecen a cambiarla. Pues este es tu hogar, amigo mío, no dejes que te destierren; grandes hombres han hecho aquí grandes obras y volverán a hacerlas: podemos hacer de los Estados Unidos el país que está llamado a ser». Así, en este primer ensayo, el autor narra la dificultad de ser negro en un mundo dominado por blancos, pero insta a su vez a defender la negritud, apelando al orgullo de una etnia que se sabe necesaria para devolver al país a lo que de él se espera.
En el segundo relato, «A los pies de la cruz», el autor toma consciencia en sus inicios de la adolescencia de su situación social, de los peligros que acechan a los chicos de su edad, raza y clase; unos peligros que evidencia al afirmar que «durante el año en que cumplí catorce años, sentí, por primera vez en mi vida, miedo: miedo tanto del mal que había dentro de mi como del que había fuera (…) las prostitutas, los chulos y los mafiosos de la Avenida se habían erigido en una amenaza personal. Nunca se me había ocurrido que yo pudiera terminar como ellos, pero en aquel momento me di cuenta de que éramos fruto de las mismas circunstancias». Baldwin, consciente del lugar que el mundo blanco quería destinar a los negros expone, de manera clara, que «el miedo que detecté en la voz de mi padre cuando se dio cuenta de que de verdad me creía capaz de hacer lo mismo que un niño blanco y tenía toda la intención de demostrarlo (…) era otro miedo: el miedo de que el niño, al desafiar las presunciones del mundo blanco, estuviera exponiéndose a la destrucción». Así, con la clara influencia de su padre predicador baptista empieza a interesarse por la religión, como refugio y como guía, una práctica común entre los miembros de su comunidad y que le conmueven y asombran hasta el punto de afirmar que «nunca he visto nada que iguale el fuego y la emoción que a veces, sin previo aviso, llenan la iglesia y la hacen ‘estremecerse'» pero expone a su vez su desconfianza hacia las religiones afirmando que, al leer los evangelios, «recuerdo la vaga sensación de que el mensaje encerraba una especie de chantaje. La gente, pensaba yo, tendría que amar al Señor porque sí, no por miedo a ir al infierno». De esta manera, en este segundo relato más orientado a la religión, el autor habla sobre el poder y la intención del cristianismo cuando este llegó a África y asevera sin tapujos que «la difusión del Evangelio —con independencia de las motivaciones, la integridad y el heroísmo de algunos misioneros— era una justificación absolutamente indispensable para clavar la bandera». Así, constata y defiende de manera taxativa que «no es exagerado decir que cualquier ser humano que ansíe alcanzar una cierta estatura moral (…) Debe desvincularse primero de todas las prohibiciones, crímenes e hipocresías De la Iglesia cristiana. Si el concepto De Dios tiene alguna validez o utilidad, solo pueden ser la de hacernos más grandes, libres y amorosos. Si Dios no es capaz de conseguir eso, ya es hora de que nos deshagamos de él».
Gran defensor de la integración social, James Baldwin expone que «construir una nación ha resultado ser una tarea complicadísima: desde luego, no es necesario formar dos, una negra y una blanca» y es necesaria la colaboración de todos y su empeño porque, tal y como indica, «a una civilización no la destruyen personas malvadas; no es necesaria la maldad: basta con que les falte carácter». Un carácter que sin duda él poseía y que le permitió defender con orgullo sus ideas y sus principios, unos valores personales que hacen que llegue a afirmar, con convicción inquebrantable, que «tenemos una responsabilidad hacia la vida: es el pequeño faro de esa aterradora oscuridad de la que venimos y a la que terminaremos regresando. Debemos negociar ese pasaje con la mayor nobleza posible, por el bien de aquellos que nos sucederán». Y la verdad es que, como lema vital, me parece irrefutable.
Taxi Driver y la alienación del individuo
‘Taxi driver' (1976), de Martin Scorsese, no solo es un clásico indiscutible del cine estadounidense, sino que además se presenta como una obra sobre la soledad y la alienación del individuo en la gran ciudad, una urbe deshumanizada e hipercínica.
Iñaki Domínguez
Taxi driver (1976), una película de Martin Scorsese con guion de Paul Schrader, protagonizada por Robert De Niro y con la colaboración de actores como Jodie Foster, Cybill Shepherd o Harvey Keitel, es un clásico indiscutible del cine. Cuenta, además, con un extraordinario director de fotografía, Michael Chapman, quien también trabajó en películas como Toro salvaje, El fugitivo o Jóvenes ocultos. Se trata de una obra cinematográfica del nuevo cine estadounidense de los años 70, ese tan bien descrito por Peter Biskind en su también clásico libro Moteros tranquilos, toros salvajes. El gran éxito de nuevos directores hollywoodienses como Scorsese, Spielberg, Lucas, Peckinpah, Schrader y muchos otros, nos explica Biskind, se debió a los efectos de una crisis en el modo tradicional de hacer cine en Estados Unidos. Básicamente, se trataría de la misma crisis que afectaría a la sociedad de la época en general. Y, como es bien sabido, los periodos de crisis cultural son favorables a la aparición de grandes talentos y personajes relevantes. El nuevo cine fue la respuesta a las dificultades que estaban atravesando los estudios y su paradigma tradicional de hacer películas.
La película Taxi Driver es, dirían algunos, un ejemplo de film noir, cine negro contemporáneo. Este estilo cinematográfico es reconocible por la propia temática de la película y sus diversos rasgos estéticos, con claras referencias a películas previas del género. En ella, todos los personajes (o casi todos) parecen movidos por intereses oscuros, siendo la corrupción un rasgo que parece caracterizar la historia en casi toda su extensión. Es precisamente dicha corrupción generalizada (propia de un Nueva York previo a la gentrificación) la que sirve de acicate al antihéroe del film para redimir a una prostituta menor de edad (Jodie Foster) de su cautiverio a manos de un proxeneta sin escrúpulos, todo ello por medio de la violencia extrema.
La figura del antihéroe, hemos de decir, es fundamental en el cine de esa época. Hablamos de un héroe con defectos, realista, no precisamente apuesto y apolíneo en su ser moral y físico. La preponderancia de dicha figura en el cine de la época fue lo que permitió que actores como De Niro, Al Pacino, Dustin Hoffman o Sylvester Stallone se convirtieran en estrellas prominentes de cine, algo casi imposible en caso de que hubiesen iniciado sus carreras en tiempos previos a la primera mitad de los años 60. No se ajustaban, precisamente, al ideal del protagonista tradicional. El cine de esos años era mucho menos idealizante de lo que fue el medio en años anteriores: los buenos no siempre ganaban y los personajes estaban siempre atravesados por deseos y pulsiones moralmente cuestionables.
Taxi driver es una obra sobre la soledad y alienación del individuo en la gran ciudad, una urbe deshumanizada e hipercínica. Esta soledad es simbolizada, según las propias palabras de Paul Schrader, el creador del relato, por el taxi como unidad aislada y aislante que separa el mundo interior del exterior. De todos es sabido que el coche en Estados Unidos es un símbolo de libertad, pero también de individualismo. Este, naturalmente, puede ser elegido o no. Da la impresión de que Travis Bickle no ha elegido ser un individuo al margen del resto, sino que se ha visto forzado por su forma de ser junto con otras circunstancias desfavorables. Una cosa es segura: el taxista de la película carece de aptitudes sociales, lo cual queda claro cuando lleva al personaje interpretado por Cybill Shepherd a ver una película pornográfica en su primera cita (proyectada en un cine de los tiempos previos a la cintas de VHS e internet).
El final de la película es de una crudeza sin par. A través de una matanza, Travis Bickle logra liberar a la joven prostituta y redimirse a sí mismo, pues es por un acto como ese que el protagonista halla un sentido a su vida y logra ser reconocido por la comunidad como un héroe. En un país como Estados Unidos, en el que el Estado a menudo anima a sus ciudadanos a tomarse la justicia por su cuenta, la violencia de Bickle no será pagada con cárcel sino con la admiración de todos.
Curiosamente, el guion de Paul Schrader está inspirado en un atentado contra la vida del gobernador de Alabama George Wallace a manos de Arthur Bremer, quien descerrajó contra él varios disparos, dejándolo paralítico. Lo más llamativo es que la propia película sirvió luego de inspiración a John Hinckley Jr. para tratar de asesinar al presidente Reagan en Washington D.C, en 1981. Hinckley, otro perturbado carente de éxito social, estaba obsesionado con Jodie Foster, la actriz que interpretaba a la prostituta menor de edad. La acosaba en su campus de Yale, donde estudiaba y, finalmente, viéndose rechazado por ella, decidió matar al presidente Reagan para llamar su atención. Aunque Reagan sobrevivió al atentado, lo hizo por los pelos. Hinckley fue condenado a pasar casi el resto de sus días en un sanatorio mental, de donde salió en 2016, al no ser ya considerado una amenaza para la sociedad.
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