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Tortuga Antimilitar
El hombrecito del azulejo
Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas y que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y comenta:
Esta noche será la crisis.
Sí -responde el doctor Eduardo Wilde-; hemos hecho cuanto pudimos.
Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche… Hay que esperar…
Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan serios van, tan ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen humor, que en el primero se expresa con farsas estudiantiles y en el segundo con chisporroteos de ironía mordaz.
Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en el gran patio que la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha oído el comentario y en su calavera flota una mueca que hace las veces de sonrisa. También lo oyó el hombrecito del azulejo.
El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el viaje, embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules corno él, con dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha. Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte, porque su presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la penumbra de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo extranjero del zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco lo veían, ni lo veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato.
Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo. Le apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese diminuto ser que tiene por dominio un cuadrado con diez centímetros por lado, y que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y muy secretas. Le dio un nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le regaló un petiso cuando estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que se le parece vagamente, pues lleva como él unos largos bigotes caídos y una barba en punta y hasta posee un bastón hecho con una rama de manzano.
¡Martinito! ¡Martinito!
El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude. Martinito es el compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla durante horas, mientras la sombra teje en el suelo la minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas y paneles y sus finos elementos vegetales, con la medialuna del montante donde hay una pequeña lira.
Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su silencio azul, mientras las pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio que en verano huele a jazmines del país y en invierno, sutilmente, al sahumerio encendido en el brasero de la sala.
Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los doctores de barba rubia. Y la Muerte espera en el brocal.
El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En el patio lunado, donde las macetas tienen la lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan como una extraña fuente inmóvil, la Muerte evoca las litografías del mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas “calaveras, ejemplos y corridos” ilustró durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos macabros del mestizo está vestida como si fuera una gran señora, que por otra parte lo es.
Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y la gorra emplumada que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y estudia su cráneo terrible, más pavoroso que el de los mortales porque es la calavera de la propia Muerte y fosforece con verde resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.
Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos que caminaran rozando apenas el suelo, como si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se han reunido a rezar quedamente en el otro patio, en tanto que la señora y sus hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre los labios, en el cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor de la única lámpara encendida.
Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica. Ya nadie acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes nuevos, para mostrárselos y que conversen con él. Quedará solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es la ternura.
La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de mármol que ornan anclas y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su cuadrado refugio. Va hacia el patio, pequeño peregrino azul que atraviesa los hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el bastón. Los gatos a quienes trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia del personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el pozo profundo, la gran tortuga que lo habita adivina que algo extraño sucede en la superficie, y saca la cabeza del caparazón.
La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora fija en que se descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y al que una guadaña sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus pies al enano del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de Francia.
Madame la Mort…
A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del modesto patio de una casa criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de una ciudad donde, a poco que se ande por la calle, es imposible no cruzarse con cuarteadores y con vendedores de empanadas. Porque esta Muerte, la Muerte de Daniel, no es la gran Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a todas, sino una de tantas Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte del barrio de San Miguel en Buenos Aires, y al oírse dirigir la palabra en francés, cuando no lo esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido crecer su jerarquía en el lúgubre escalafón. Es hermoso que la llamen a una así: “Madame la Mort.” Eso la aproxima en el parentesco a otras Muertes mucho más ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen junto al baldaquino de los reyes agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que los embajadores y los príncipes calculan las amarguras y las alegrías de las sucesiones históricas.
Madame la Mort…
La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita, sacudiéndose como un pájaro, en el brocal.
Al fin -reflexiona la huesuda señora- pasa algo distinto.
Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada visita suya, los que pueden verla -los gatos, los perros, los ratones- huyen vertiginosamente o enloquecen la cuadra con sus ladridos, sus chillidos y su agorero maullar. Los otros, los moradores del mundo secreto -los personajes pintados en los cuadros, las estatuas de los jardines, las cabezas talladas en los muebles, los espantapájaros, las miniaturas de las porcelanas- fingen no enterarse de su cercanía, pero enmudecen como si imaginaran que así va a desentenderse de ellos y de su permanente conspiración temerosa. Y todo, ¿por qué?, ¿porque alguien va a morir?, ¿y eso? Todos moriremos; también morirá la Muerte.
Pero esta vez no. Esta vez las cosas acontecen en forma desconcertante. El hombrecito está sonriendo en el borde del brocal, y la Muerte no ha observado hasta ahora que nadie le sonriera. Y hay más. El hombrecito sonriente se ha puesto a hablar, a hablar simplemente, naturalmente, sin énfasis, sin citas latinas, sin enrostrarle esto o aquello y, sobre todo, sin lágrimas. Y ¿qué le dice?
La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos.
Martinito le dice que comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se lo permite la divertirá, y antes que ella le responda, descontando su respuesta afirmativa, el hombrecito se ha lanzado a referir un complicado cuento que transcurre a mil leguas de allí, allende el mar, en Desvres de Francia. Le explica que ha nacido en Desvres, en casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica. “rue de Poitiers”, y que pudo haber sido de color cobalto, o negro, o carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo, pero que prefiere este azul de ultramar. ¿No es cierto? N'est-ce pas? Y le confía cómo vino por error a Buenos Aires y, adelantándose a las réplicas, dando unos saltitos graciosos, le describe las gentes que transitan por el zaguán: la parda enamorada del carnicero; el mendigo que guarda una moneda de oro en la media; el boticario que ha inventado un remedio para la calvicie y que, de tanto repetir demostraciones y ensayarlo en sí mismo, perdió el escaso pelo que le quedaba; el mayoral del tranvía de los hermanos Lacroze, que escolta a la señora hasta la puerta, galantemente, “comme un gentilhomme”, y luego desaparece corneteando…
La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres minutos.
Martinito se alisa la barba en punta y, como Buenos Aires ya no le brinda tema y no quiere nombrar a Daniel y a la amistad que los une, por razones diplomáticas, vuelve a hablar de Desvres, del bosque trémulo de hadas, de gnomos y de vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina, donde hay bastiones ruinosos y merodean las hechiceras la noche del sábado. Y habla y habla. Sospecha que a esta Muerte parroquial le agradará la alusión a otras Muertes más aparatosas, sus parientas ricas, y le relata lo que sabe de las grandes Muertes que entraron en Desvres a caballo, hace siglos, armadas de pies a cabeza, al son de los curvos cuernos marciales, “bastante diferentes, n'est-ce pas, de la corneta del mayoral del tránguay”, sitiando castillos e incendiando iglesias, con los normandos, con los ingleses, con los borgoñones.
Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres revestidos de cotas de malla. Hay desgarradas banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la cancela criolla; hay escudos partidos junto al brocal y yelmos rotos junto a las rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires, porque Martinito narra tan bien que no olvida pormenores. Además no está quieto ni un segundo, y al pintar el episodio más truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír a la Muerte del barrio de San Miguel, como cuando inventa la anécdota de ese general gordísimo, tan temido por sus soldados, que osó retar a duelo a Madame la Mort de Normandie, y la Muerte aceptó el duelo, y mientras éste se desarrollaba ella produjo un calor tan intenso que obligó a su adversario a despojarse de sus ropas una a una, hasta que los soldados vieron que su jefe era en verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como un almohadón enorme, para fingir su corpulencia.
La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe.
Y además… -prosigue el hombrecito del azulejo.
Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se persignan en la ciudad, figurándose que un ave feroz revolotea entre los campanarios. Ha mirado su reloj de nuevo y ha comprobado que el plazo que el destino estableció para Daniel pasó hace cuatro minutos. De un brinco se para en la mitad del patio, y se desespera. ¡Nunca, nunca había sucedido esto, desde que presta servicios en el barrio de San Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su imperdonable distracción? Se revuelve, iracunda, trastornando el emplumado sombrero y el moño, y corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido, a pesar del riesgo y merced a la ayuda de los delfines de mármol adheridos al brocal, descender al patio, y escapa como un escarabajo veloz hacia su azulejo del zaguán. La Muerte lo persigue y lo alcanza en momentos en que pretende disimularse en la monotonía del zócalo. Y lo descubre, muy orondo, apoyado en el bastón, espejeantes las calzas de caballero antiguo.
Él se ha salvado -castañetean los dientes amarillos de la Muerte-, pero tú morirás por él.
Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en el que se diseña una fisura que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos trozos que caen al suelo. La Muerte los recoge, se acerca al aljibe y los arroja en su interior, donde provocan una tos breve al agua quieta y despabilan a la vieja tortuga ermitaña. Luego se va, rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aun tiene mucho que hacer y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.
Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana. En cuanto entran en la habitación de Daniel se percatan del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis como presumían. El niño abre los ojos, y su madre y sus tías lloran, pero esta vez es de júbilo. El doctor Pirovano y el doctor Wilde se sientan a la cabecera del enfermo. Al rato, las señoras se han contagiado del optimismo que emana de su buen humor. Ambos son ingeniosos, ambos están desprovistos de solemnidad, a pesar de que el primero dicta la cátedra de histología y anatomía patológica y de que el segundo es profesor de medicina legal y toxicología, también en la Facultad de Buenos Aires. Ahora lo único que quieren es que Daniel sonría. Pirovano se acuerda del tiempo no muy lejano en que urdía chascos pintorescos, cuando era secretario del disparatado Club del Esqueleto, en la Farmacia del Cóndor de Oro, y cambiaba los letreros de las puertas, robaba los faroles de las fondas y las linternas de los serenos, echaba municiones en las orejas de los caballos de los lecheros y enseñaba insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin y Eduardo Wilde le acaricia la frente, nostálgico, porque ha compartido esa vida de estudiantes felices, que le parece remota, soñada, irreal.
Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se apresura, titubeando todavía, a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su desconsuelo corren por la casa, al advertir la ausencia del hombrecito y que hay un hueco en el lugar del azulejo extraño. Madre y tías, criadas y cocinera, se consultan inútilmente. Nadie sabe nada. Revolucionan las habitaciones, en pos de un indicio, sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal del aljibe, llorando, llorando, y logra encaramarse y asomarse a su interior. Allá dentro todo es una fresca sombra y ni siquiera se distingue a la tortuga, de modo que menos aun se ven los fragmentos del azulejo que en el fondo descansan. Lo único que el pozo le ofrece es su propia imagen, reflejada en un espejo oscuro, la imagen de un niño que llora.
El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al hombrecito. Un día vienen a la casa dos hombres con baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el pozo, y como en cada oportunidad en que cumplen su tarea, ese es día de fiesta para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo de los mulatos cantores que, semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están ahí largo espacio, baldeando y fregando. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio, pesadota, perdida como un anacoreta a quien de pronto trasladaran a un palacio de losas en ajedrez. Y Daniel es el más entusiasmado, pero algo enturbia su alegría, pues hoy no le será dado, como el año anterior, presentar la tortuga a Martinito. En eso cavila hasta que, repentinamente, uno de los hombres grita, desde la hondura, con voz de caverna:
¡Ahí va algo, abarájenlo!
Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en el medio; intacto, porque si un enano francés estampado en una cerámica puede burlar a la Muerte, es justo que también puedan burlarla las lágrimas de un niño.
Viriato (no) fue un guerrillero
Muchas personas creen conocer la figura de Viriato, aquél héroe lusitano que mantuvo en jaque a todo el Imperio Romano en el siglo II a.C. La imagen que posee el imaginario común de este personaje es la de un pastor que se enfrentó a Roma como un guerrillero, al estilo Curro Jiménez contra los franceses. Un héroe que encarna los valores atemporales de nobleza, libertad, honor y sobriedad, al fin y al cabo un libertador ante la opresión del invasor extranjero.
Hace años, una serie española llamada Hispania ahondó un poco más en este mito actualizándolo y fijándolo en otra generación de españoles, al igual que la educación franquista lo grabó en la mente de los escolares de la época, hoy día nuestros padres y abuelos.
Pero Viriato no se parece en nada a la persona que creemos conocer. No fue un humilde pastor convertido en general, no fue un guerrillero oculto en las montañas y, por supuesto, no fue ni portugués ni español.
Desconocemos totalmente el origen de Viriato. Las fuentes clásicas no nos aportan información alguna sobre la fecha o el lugar de nacimiento del héroe hispano. Se suele considerar como fecha probable entre el 190 -170 a.C. en base a que su primera aparición en la historia ocurre en el año 150 a.C. Al haber tenido en esa fecha una vida llena de acontecimientos se postula que debía tener entonces entre 20 y 40 años. Pero todo son conjeturas.
Las fuentes clásicas para el estudio de Viriato son, principalmente, Diodoro, Apiano y Tito Livio. Diodoro de Sicilia nos indica de manera clara su origen lusitano:
“[…] pero después, cuando tuvieron a Viriato, infligieron graves perjuicios a los romanos. Pertenecía éste, en efecto, a los lusitanos que viven junto al océano; pastor desde niño, estaba acostumbrado a la vida en la montaña,[…] ”.
Desde esta fuente varios autores intentaron poner lugar de nacimiento al héroe. El más tenaz fue Schulten, quién imaginó un origen en la Sierra de la Estrella. Y digo imaginó porque en ninguna fuente aparecen expresamente el Mons Herminius para afirmar tal cosa. En época no tan remota hubo una seria polémica entre España y Portugal por fijar la nacionalidad del héroe. Los portugueses se debatían entre Coimbra y Viseu, lugar donde se alzó un monumento conmemorativo. Mientras, en España se han propuesto multitud de localizaciones a cual más dispar: Valencia, la antigua Beturia (concretamente la ciudad de Arsa, en la Bética) y Zamora. Esta última opción fue defendida por los investigadores de principios del siglo XX y se erigió en la ciudad una notable escultura de bronce, obra de Eduardo Barrón, colocada sobre una gran roca traída expresamente de la comarca de Sayago. Ello se debía a que la precisión de estos historiadores llegaba a tal punto que hacían a Viriato originario de la aldea de Torrefrades, en Sayago. Ignoro de donde pudieron sacar tal información, al igual que el resto de propuestas descabelladas.
Ninguna tiene posibilidades de convertirse en real. La zona de la península que los romanos llamaron Lusitania, reunía a un conglomerado de pueblos que difícilmente podemos considerarlos como una unidad étnica o geográfica: célticos, vettones, lusitanos, galaicos, túrdulos… Y, por supuesto, no son los originarios de los lusos/portugueses actuales. Este gentilicio proviene de la provincia romana de Lusitania, creada por Augusto 27 a.C., en lo que hoy día es territorio de Portugal y España (partes de ambas Castillas y parte de Extremadura).
Por tanto, debemos indicar que el origen de Viriato, así como su fecha de nacimiento son totalmente desconocidos. Me gustaría creer que era sayegués, entre otras cosas, porque el pueblo de mi padre, Luelmo de Sayago, se encuentra a escasos kilómetros del supuesto lugar de origen. Pero la historia no confirma nada al respecto.
El origen como pastor de Viriato está bien documentado en las fuentes clásicas, pero la investigación actual ha comenzado a ponerlo seriamente en duda. Entre otras cosas, porque la mayoría de autores se repiten y el tópico que muestran tiene más de cliché literario que de realidad.
Tito Livio, el autor más cercano a los acontecimientos nos relata lo siguiente:
“En Hispania, Viriato, que antes había pasado de pastor a cazador y de cazador a salteador, y pronto también se convirtió en jefe de un verdadero ejército, se adueñó de Lusitania entera […]”.
Floro nos comenta prácticamente lo mismo:
“Por lo demás, Viriato levantó a los lusitanos; era un hombre de una agudeza extrema, que se convirtió de cazador en salteador, de salteador pasó en seguida a jefe y a general y, si la fortuna lo hubiese consentido, habría sido el Rómulo de Hispania;”
Ya vimos que Diodoro también nos comentaba que se trataba de un pastor. Y Orosio, en el siglo V d.C. nos sigue comentando que Viriato era “pastor y bandolero”. Pero diferentes hechos posteriores relatados en las mismas fuentes contradicen esta visión humilde.
Por un lado está la boda de Viriato con la hija del rico noble Astolpas, algo impensable para un simple pastor. El relato de la boda lo tenemos recogido en la obra de Diodoro de Sicilia y en él vemos todas las anécdotas de la historiografía helenística, presentando a Viriato como un hombre recto que desprecia el poder de los objetos lujosos ante el poder otorgado por las armas. Algunos autores quisieron ver en este pasaje los desequilibrios en el interior de la sociedad lusitana, entre el rico dueño de los campos de la llanura y el pobre monte poblado de pastores y bandidos. Pero si lo analizamos bajo el prisma de la invención literaria el asunto queda mucho más claro.
Lens Tuero y García Moreno fueron los que siguieron esta interpretación, quienes analizan la personalidad legada por los autores clásicos sobre Viriato como un ejemplo del buen salvaje. Debemos pensar que en los relatos históricos de la antigüedad resultaba muy difícil separar el hecho en sí de la filosofía del autor. Y en este sentido la personalidad de Viriato casa perfectamente con la consideración de persona ejemplar dentro del estoicismo y cinismo propio de la época de Posidonio, autor en el que se basan la mayoría de fuentes antiguas que poseemos sobre Viriato.
El estoicismo ensalza la idea del hombre sobrio que desprecia las riquezas, algo que vemos tanto en la boda como en el reparto desinteresado del botín relatado por Diodoro, del hombre natural emparentado con la naturaleza, algo que vemos representado en el origen como pastor. La idea de justificar las conquistas romanas en base al derecho de civilizar pueblos bárbaros también aparece recogida en la figura de Viriato. Para los romanos los pueblos bárbaros eran salvajes y sus héroes bandoleros, palabra expresamente utilizada por varios autores clásicos para definir a Viriato.
Por tanto, los autores clásicos crearon un mito del agrado de sus lectores. Exageraron el primitivismo del personaje, otorgándole un origen humilde, y lo envolvieron con distintas características propias del hombre ideal estoico. Por tanto, poco o nada es lo que podemos saber sobre el verdadero Viriato y su personalidad.
Y una de las pruebas, a mi entender, más claras que evidencian la creación de un mito por los autores clásicos es la inclusión de una fábula muy conocida de Esopo (Hsr. 31, Ch. 52) en el relato de los hechos de Viriato. Según nos cuenta Diodoro los habitantes de la ciudad de Tica tan pronto estaban aliados con los romanos como con los lusitanos. Por ello, Viriato les advirtió de lo que les pasaría si seguían con tal actitud:
“Resulta que les contó que un hombre de mediana edad estaba casado con dos mujeres; la más joven, que se afanaba por que su marido se pareciera a ella, le arrancaba de la cabeza las canas y la vieja los cabellos negros; y el resultado fue que, arrancándole las dos el pelo, pronto se quedó calvo. Algo semejante iba a pasarles a los habitantes de Tica, pues, si los romanos mataban a los que les eran hostiles y los lusitanos aniquilaban a sus propios enemigos, pronto iba a quedar desierta la ciudad.”
Otra de las razones por lo que un origen humilde no le cuadra a los historiadores actuales es el hecho de aparecer en la historia, por primera vez, como un personaje de autoridad. Según nos relata Apiano (Iber. 61-62), tras la traición de Galba a los lusitanos, Viriato se convirtió en general de las tropas en base a un discurso así relatado por el historiador:
“Viriato, que había escapado a la perfidia de Galba y entonces estaba con ellos les trajo a la memoria la falta de palabra de los romanos… les dijo que no había que desesperar de salvarse en aquel lugar, si estaban dispuestos a obedecerle. Encendidos los ánimos y recobradas las esperanzas, lo eligieron general…”
Ningún pastor salido de las agrestes montañas, sin cultura alguna en el combate, se hubiera erigido líder de los lusitanos tan fácilmente. Y la cultura guerrera de Viriato también quedó demostrada desde el inicio de sus acciones contra los romanos, realizando unas tácticas de combate y dirigiendo eficazmente a miles de hombres de una manera que sólo un hombre versado en batallas podría haber realizado. Sabemos que en la sociedad gentilicia lusitana la casta de los guerreros tenía gran importancia, y de entre sus filas se erigían los jefes militares y los reyes. Por tanto, analizando los hechos militares de Viriato contra los romanos, podemos concluir que este personaje debía pertenecer a cierto importante linaje local.
Lo anterior nos lleva directamente a otro punto conflictivo de la figura de Viriato que hoy también se ha puesto en cuestión: el carácter guerrillero del héroe.
Tal vez esta consideración provenga de la siguiente descripción realizada por Diodoro V, 34, 4-7:
“Dicen que los lusitanos son diestros en emboscadas y persecuciones, ágiles, listos y disimulados;”
Las fuentes contemporáneas insisten en el carácter guerrillero de Viriato y así podemos leer lo siguiente en la Historia de España de Modesto Lafuente:
“Viriato, ese tipo de guerreros sin escuela de que tan fecundo ha sido siempre el suelo español, que de pastores ó bandidos llegan á hacerse prácticos ó consumados generales; Viriato derrota cuantos pretores ó cónsules, y cuantas legiones envía Eoma contra él. Pero los españoles, en vez de agruparse en derredor de la bandera de tan intrépido jefe, permanecen divididos, y Viriato pelea aislado con sus bandas. Aun así desbarata ejércitos, y hace balancear el poder de la república, que en su altivez no se avergüenza de pedirle la paz; y no sabemos dónde hubiera llegado, si la traición romana no hubiera clavado el puñal asesino en el corazón del generoso guerrero lusitano. ¿Qué fuera si le hubiera ayudado el resto de los españoles?”
El mismo autor, refiriéndose a la invasión francesa de la península, nos indica lo siguiente:
“La Europa atenta supo con admiración que los triunfadores de Jena habían rendido sus espadas en Bailón, y que las legiones del vencedor habían dejado de ser invencibles en batalla campal. Los sitios de Zaragoza y Gerona anunciaron á los nuevos romanos que se hallaban en la tierra de Sagunto y de Numancia. Los nombres de aquellas dos heroicas poblaciones, tiempos y años andando, han-sido invocados como tipos de heroísmo en cualquier región del globo en que se ha querido excitar el ardor bélico y el entusiasmo patrio con memorias de alto ejemplo. Mientras tales lecciones daban las tropas regladas y los moradores de las ciudades, plagábanse los campos de guerrilleros, de esos soldados sin escuela, modernos Viriatos, de que tan fecundo dijimos ya en otra parte que ha sido siempre el pueblo español: los cuales con rápidas y atrevidas maniobras, ingeniosas revueltas é inesperados ataques, diezmaban pequeños cuerpos enemigos, ó embarazaban el paso á gruesas columnas, ó sorprendían convoyes, y con mil géneros de menudas hostilidades desesperaban á los famosos generales”.
Baste lo anterior como simple ejemplo de la consideración como guerrillero de Viriato, pues la obra de Modesto Lafuente ha llegado, con escasos añadidos, a la actualidad. Pero analizando detenidamente las fuentes antiguas interpretamos otro tipo de personaje. No se trató de grupos pequeños de guerrilleros que atacaban por sorpresa a los romanos y se retiraban. Al contrario, Viriato condujo eficazmente tropas formadas por miles de hombres, derrotó a ejércitos romanos en el campo de batalla y utilizó tácticas de combate a la altura de los mejores generales.
La mejor fuente para estudiar las campañas de Viriato contra los romanos es Apiano, pues es el autor que nos ofrece mayores detalles al respecto. Por tanto, seguiremos sus pasos a partir de ahora.
La primera acción de Viriato contra los romanos se produjo en el año 147 a.C. y nos muestra la audacia de los grandes generales. Los Lusitanos invadieron la Turdetania y se encontraron con el ejército del gobernador Gayo Vetilio, el cual les rodeó en Urso. Viriato utilizó una estratagema para retirarse sin sufrir excesivas pérdida. Dispuso a sus hombres para el combate pero les ordenó retirarse, por caminos diferentes, hasta Tríbola. Viriato se quedó con mil jinetes, los cuales hostigaron a los romanos hasta que el grueso de sus tropas huyó. Vetilio llegó a Tríbola persiguiendo a Viriato y allí fue emboscado en un desfiladero, donde encontró la muerte junto a 4.000 soldados romanos.
Los éxitos de Viriato continuaron los años siguientes. Así, en el año 146 a.C. utilizó la táctica de la falsa huída para aniquilar un contingente de 4.000 romanos enviado por el pretor Gayo Plaucio, al que también derrotó antes del invierno en batalla campal.
Luego, en el año 145 a.C. tuvo que enfrentarse al cónsul Q. Fabio Maximo Emiliano, enviado expresamente por Roma para acabar con la rebelión. Inicialmente Viriato acosó a este gran contingente, de unos 15.000 hombres, el cual estaba falto de preparación, logrando iniciales victorias en varias escaramuzas. Provocó a los romanos sacando a su ejército para plantar batalla, pero Emiliano se negó a ello conociendo sus deficiencias. Pero una vez preparado, el ejército de Emiliano derrotó a Viriato, quién fue obligado a huir.
Aunque algunos autores ven en este episodio un claro ejemplo de actitud guerrillera de Viriato, en verdad debemos interpretarlo como una sabia retirada ante unas fuerzas que le superaban en número notablemente. Vamos, que aplicó el famoso “Una retirada a tiempo vale más que mil victorias”.
Viriato se refugió en las montañas y se preparó para un nuevo ataque en los años siguientes. En este momento debemos insertar la boda de Viriato, en un momento donde acumula apoyos contra los romanos. Su siguiente entrada en escena en la historia es en el año 143 a.C., momento en el que incita a la sublevación a varios pueblos belicosos, como arévacos, titos y belos (aquí se inserta la insurrección de Numancia). Viriato, repuestas sus fuerzas, venció al general Quintio, arrebatándole algunas enseñas. Además expulsó a la guarnición de Ituca, lo que nos muestra que el ejército de Viriato tenía la fuerza suficiente como para tomar ciudades, algo imposible para simples guerrilleros.
Como nos relata Apiano en Iber, 66: “También devastó el país de los bastitanos, sin que Quintio acudiera en auxilio de éstos a causa de su cobardía e inexperiencia. Por el contrario, estaba invernando en Córduba desde mitad del otoño y, con frecuencia, enviaba contra él a Gayo Marcio, un ibero de la ciudad de Itálica”.
En el año 142 a.C. Quintio fue sucedido en el cargo por “Fabio Máximo Serviliano, el hermano de Emiliano”, quien llegó a Hispania con dos legiones y el apoyo de tropas Númidas de África. En su camino hacia Ituca logró repeler un ataque del ejército de Viriato pero luego éste se vengó en la siguiente confrontación. Serviliano logró hacer huir al ejército de Viriato, pero la persecución fue desordenada y el lusitano lo aprovechó para contraatacar. Tal vez utilizara la misma táctica de fingir una huida desordenada para luego caer con todas sus fuerzas sobre los romanos. Fuera como fuese Viriato acorraló a los romanos en su campamento y los hostigó duramente, hasta que las tropas de Serviliano lograron regresar a Ituca nuevamente.
Al año siguiente Serviliano emprendió una campaña de castigo contra los aliados de Viriato. Apiano nos dice que “invadió la Beturia y saqueó cinco ciudades que se habían puesto de parte de Viriato”, además de limpiar la zona de bandoleros y salteadores. A los enemigos capturados les cortó las manos o les vendió como esclavos.
Luego, mientras sitiaba la ciudad de Erisana, Viriato le atacó, levantando el sitio y venciendo al ejército romano, que se había desplegado en orden de batalla. Luego, en su huida, los condujo a un desfiladero sin salida. Podía haber Viriato perpetrado una masacre, pero prefirió negociar la paz.
Ésta, según nos dice Apiano, no duró mucho, pues “Cepión, hermano y sucesor en el mando de Serviliano, el autor del pacto, denunció el mismo y envió cartas afirmando que era el más indigno para los romanos. El senado en un principio convino con él en que hostigara a ocultas a Viriato como estimara oportuno. Pero como volvía a la carga de nuevo y mandaba continuas misivas, decidió romper el tratado y hacer la guerra a Viriato abiertamente”.
Viriato decidió huir ante unas fuerzas que le sobrepasaban en número. Y los romanos, ante la imposibilidad de darles caza, decidieron saquear las ciudades rebeldes, logrando obtener un suculento botín y esperando que estos hechos sirvieran para que Viriato se enfrentara a ellos en campo abierto.
Tal vez, harto de tanto sufrimiento, Viriato decidió negociar la paz con los romanos. Envió al campamento de Cepión a tres fieles seguidores, “Audax, Ditalcón y Minuro”, quienes en vez de llevar a Viriato unas condiciones de paz le llevaron la traición. Cepión los sobornó para matar al lusitano y éstos aceptaron asesinándolo por la noche en su misma tienda. Al morir Viriato, su ejército no aguantó la presión de los romanos y Tántalo, el nuevo líder, rindió sus tropas ante las de Cepión, finalizando así la guerra.
Del relato de Apiano se puede deducir que Viriato era un gran líder, que logró enfrentarse y vencer, varias veces, a un ejército romano en el campo de batalla. También les venció con estratagemas, utilizando la táctica de huida fingida y ataque a los desorganizados perseguidores. Y también logró tomar ciudades. Viriato pudo ser muchas cosas, pero no fue un simple guerrillero.
Tampoco fue Viriato el caudillo que hubiera podido unificar España, tal como lo presentó el franquismo. En época de Viriato no existía nada parecido a lo que hoy día conocemos como España (ni tampoco Portugal), y la península se hallaba dividida entre poblaciones aliadas a Roma y otras rebeldes. Por tanto, la unificación de toda ella se antojaría harto difícil.
Como caudillo, el mismo Franco fue comparado con el antepasado lusitano en un primer momento. Pero a partir de 1945, terminados ya los rescoldos de la guerra civil, cambiará esa denominación de caudillo por la de guerrillero que ha pervivido hasta hoy día perniciosamente.
Pero debemos olvidar la idea del héroe que lucha por su patria ante el invasor opresor. Entre otras muchas cosas porque Viriato asesinó por igual a los romanos que a sus aliados ibéricos. Tenemos ejemplos varios como la matanza de mil belos y titos (Apiano Iber. 63) o los tributos exigidos a los campesinos carpetanos (Apiano Iber. 64). Además, entre sus tropas se mezclaban pueblos de diverso origen que sólo tenían como denominador común su odio hacia los romanos. Y uno de los méritos más importantes de Viriato fue que supo, en todo momento y durante años, mantenerlos unidos y sin indisciplinas de ningún tipo. Algo más propio de un gran líder político y guerrero que de un simple pastor. Su personalidad debió ser arrebatadora y el respeto que le tuvieron sus tropas quedó reflejado en el funeral relatado por Apiano.
Viriato es uno de esos grandes personajes de la historia donde resulta muy complicado diferenciar la realidad del mito. Por ello, la imaginación de los historiadores del pasado fue moldeando un retrato de un héroe atemporal que en nada debió parecerse al Viriato original.
Para todos aquellos que vean la historia de forma superficial el relato tradicional les parecerá coherente y plausible, muy acorde con la historia, tantas veces repetida, del héroe obligado a serlo, en busca de venganza, ante un enemigo mayor. Pero la realidad no es todo blanco y negro. Y son los matices de gris los que hemos perdido con Viriato y lo que nos impiden reconstruirlo hoy día.
Fuentes:
Gorges, J-G., Nogales Basarrate, T.: Sociedad y cultura en Lusitania romana: IV mesa redonda internacional. Badajoz. Tecnigraf. 2000.
Quesada Sanz, F.: “Viriato, un héroe para España”. La Aventura de la Historia. Año 13. Nº 148. 2011.
Quesada Sanz, F.: “Los mitos de Viriato”. Vaccea. Nº 4. julio 2011.
En la red:
http://www.sarasuati.com/hispania-l...
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Tomado de: https://mismentirasfavoritasdiego.b...
James Baldwin: "La próxima vez el fuego"
James Baldwin: La próxima vez el fuego
Idioma original: inglés
Título original: The Fire Next Time
Traducción: Paula Zumalacárregui para Capitán Swing
Año de publicación: 1963
Valoración: muy recomendable
Me produce cierto sonrojo observar, que tras más de cinco mil libros reseñados a lo largo de la vida de ULAD, siguen faltando autores que, ya sea por su obra o por su pensamiento, son personajes clave en la historia de la literatura. Y, a pesar de que James Baldwin ha aparecido citado en alguna reseña mía y reseñé un libro de relatos de varios autores que, justamente por su título «Esta vez el fuego», le hace un claro homenaje, nos faltaba un libro suyo. Y qué mejor ocasión para hacerlo que en 2024, año en el que se celebra el centenario de su nacimiento.
A modo de introducción, cabe decir que James Baldwin es una figura crucial en la historia de la literatura, el pensamiento y el activismo en los Estados Unidos durante el siglo pasado pues centró su obra especialmente sobre temas de gran importancia social como los derechos civiles, la homosexualidad, la religión y el racismo. En una vida a caballo entre Estados Unidos y Francia, el autor se volcó en la búsqueda de su identidad y en defensa de los derechos civiles, una defensa que le permitió relacionarse con figuras como Malcolm X y Martin Luther King.
Considerado una obra de referencia en aspectos raciales y de derechos civiles, el libro que nos ocupa contiene dos breves ensayos en los que aborda de manera clara aspectos como el racismo, la religión y la identidad. En el primero de ellos, «Tembló mi celda» (ensayo muy breve con poco menos de diez páginas) consta de una carta que el autor escribe a su sobrino para prepararle sobre lo que se encontrará en la vida (de manera similar a la carta que Ta-Nehisi Coates escribe a su hijo en «Entre el mundo y yo») y a quien pone sobre aviso al indicarle que «lo único que puede destruirte es que creas a pies juntillas los insultos racistas de los blancos». Así, Baldwin habla a su sobrino sobre las personas aparentemente inocentes y bienintencionadas advirtiéndole que «te escribo esta carta para intentar aconsejarte sobre cómo tratar con ellos» y le recuerda así mismo que cuando nació lo hizo «para que te amáramos, criatura, con locura, de una vez y para siempre, para curtirte en un mundo sin amor» porque «gracias al amor, hagamos que nuestros hermanos se vean tal y como son, dejen de huir de la realidad y empiecen a cambiarla. Pues este es tu hogar, amigo mío, no dejes que te destierren; grandes hombres han hecho aquí grandes obras y volverán a hacerlas: podemos hacer de los Estados Unidos el país que está llamado a ser». Así, en este primer ensayo, el autor narra la dificultad de ser negro en un mundo dominado por blancos, pero insta a su vez a defender la negritud, apelando al orgullo de una etnia que se sabe necesaria para devolver al país a lo que de él se espera.
En el segundo relato, «A los pies de la cruz», el autor toma consciencia en sus inicios de la adolescencia de su situación social, de los peligros que acechan a los chicos de su edad, raza y clase; unos peligros que evidencia al afirmar que «durante el año en que cumplí catorce años, sentí, por primera vez en mi vida, miedo: miedo tanto del mal que había dentro de mi como del que había fuera (…) las prostitutas, los chulos y los mafiosos de la Avenida se habían erigido en una amenaza personal. Nunca se me había ocurrido que yo pudiera terminar como ellos, pero en aquel momento me di cuenta de que éramos fruto de las mismas circunstancias». Baldwin, consciente del lugar que el mundo blanco quería destinar a los negros expone, de manera clara, que «el miedo que detecté en la voz de mi padre cuando se dio cuenta de que de verdad me creía capaz de hacer lo mismo que un niño blanco y tenía toda la intención de demostrarlo (…) era otro miedo: el miedo de que el niño, al desafiar las presunciones del mundo blanco, estuviera exponiéndose a la destrucción». Así, con la clara influencia de su padre predicador baptista empieza a interesarse por la religión, como refugio y como guía, una práctica común entre los miembros de su comunidad y que le conmueven y asombran hasta el punto de afirmar que «nunca he visto nada que iguale el fuego y la emoción que a veces, sin previo aviso, llenan la iglesia y la hacen ‘estremecerse'» pero expone a su vez su desconfianza hacia las religiones afirmando que, al leer los evangelios, «recuerdo la vaga sensación de que el mensaje encerraba una especie de chantaje. La gente, pensaba yo, tendría que amar al Señor porque sí, no por miedo a ir al infierno». De esta manera, en este segundo relato más orientado a la religión, el autor habla sobre el poder y la intención del cristianismo cuando este llegó a África y asevera sin tapujos que «la difusión del Evangelio —con independencia de las motivaciones, la integridad y el heroísmo de algunos misioneros— era una justificación absolutamente indispensable para clavar la bandera». Así, constata y defiende de manera taxativa que «no es exagerado decir que cualquier ser humano que ansíe alcanzar una cierta estatura moral (…) Debe desvincularse primero de todas las prohibiciones, crímenes e hipocresías De la Iglesia cristiana. Si el concepto De Dios tiene alguna validez o utilidad, solo pueden ser la de hacernos más grandes, libres y amorosos. Si Dios no es capaz de conseguir eso, ya es hora de que nos deshagamos de él».
Gran defensor de la integración social, James Baldwin expone que «construir una nación ha resultado ser una tarea complicadísima: desde luego, no es necesario formar dos, una negra y una blanca» y es necesaria la colaboración de todos y su empeño porque, tal y como indica, «a una civilización no la destruyen personas malvadas; no es necesaria la maldad: basta con que les falte carácter». Un carácter que sin duda él poseía y que le permitió defender con orgullo sus ideas y sus principios, unos valores personales que hacen que llegue a afirmar, con convicción inquebrantable, que «tenemos una responsabilidad hacia la vida: es el pequeño faro de esa aterradora oscuridad de la que venimos y a la que terminaremos regresando. Debemos negociar ese pasaje con la mayor nobleza posible, por el bien de aquellos que nos sucederán». Y la verdad es que, como lema vital, me parece irrefutable.
Taxi Driver y la alienación del individuo
‘Taxi driver' (1976), de Martin Scorsese, no solo es un clásico indiscutible del cine estadounidense, sino que además se presenta como una obra sobre la soledad y la alienación del individuo en la gran ciudad, una urbe deshumanizada e hipercínica.
Iñaki Domínguez
Taxi driver (1976), una película de Martin Scorsese con guion de Paul Schrader, protagonizada por Robert De Niro y con la colaboración de actores como Jodie Foster, Cybill Shepherd o Harvey Keitel, es un clásico indiscutible del cine. Cuenta, además, con un extraordinario director de fotografía, Michael Chapman, quien también trabajó en películas como Toro salvaje, El fugitivo o Jóvenes ocultos. Se trata de una obra cinematográfica del nuevo cine estadounidense de los años 70, ese tan bien descrito por Peter Biskind en su también clásico libro Moteros tranquilos, toros salvajes. El gran éxito de nuevos directores hollywoodienses como Scorsese, Spielberg, Lucas, Peckinpah, Schrader y muchos otros, nos explica Biskind, se debió a los efectos de una crisis en el modo tradicional de hacer cine en Estados Unidos. Básicamente, se trataría de la misma crisis que afectaría a la sociedad de la época en general. Y, como es bien sabido, los periodos de crisis cultural son favorables a la aparición de grandes talentos y personajes relevantes. El nuevo cine fue la respuesta a las dificultades que estaban atravesando los estudios y su paradigma tradicional de hacer películas.
La película Taxi Driver es, dirían algunos, un ejemplo de film noir, cine negro contemporáneo. Este estilo cinematográfico es reconocible por la propia temática de la película y sus diversos rasgos estéticos, con claras referencias a películas previas del género. En ella, todos los personajes (o casi todos) parecen movidos por intereses oscuros, siendo la corrupción un rasgo que parece caracterizar la historia en casi toda su extensión. Es precisamente dicha corrupción generalizada (propia de un Nueva York previo a la gentrificación) la que sirve de acicate al antihéroe del film para redimir a una prostituta menor de edad (Jodie Foster) de su cautiverio a manos de un proxeneta sin escrúpulos, todo ello por medio de la violencia extrema.
La figura del antihéroe, hemos de decir, es fundamental en el cine de esa época. Hablamos de un héroe con defectos, realista, no precisamente apuesto y apolíneo en su ser moral y físico. La preponderancia de dicha figura en el cine de la época fue lo que permitió que actores como De Niro, Al Pacino, Dustin Hoffman o Sylvester Stallone se convirtieran en estrellas prominentes de cine, algo casi imposible en caso de que hubiesen iniciado sus carreras en tiempos previos a la primera mitad de los años 60. No se ajustaban, precisamente, al ideal del protagonista tradicional. El cine de esos años era mucho menos idealizante de lo que fue el medio en años anteriores: los buenos no siempre ganaban y los personajes estaban siempre atravesados por deseos y pulsiones moralmente cuestionables.
Taxi driver es una obra sobre la soledad y alienación del individuo en la gran ciudad, una urbe deshumanizada e hipercínica. Esta soledad es simbolizada, según las propias palabras de Paul Schrader, el creador del relato, por el taxi como unidad aislada y aislante que separa el mundo interior del exterior. De todos es sabido que el coche en Estados Unidos es un símbolo de libertad, pero también de individualismo. Este, naturalmente, puede ser elegido o no. Da la impresión de que Travis Bickle no ha elegido ser un individuo al margen del resto, sino que se ha visto forzado por su forma de ser junto con otras circunstancias desfavorables. Una cosa es segura: el taxista de la película carece de aptitudes sociales, lo cual queda claro cuando lleva al personaje interpretado por Cybill Shepherd a ver una película pornográfica en su primera cita (proyectada en un cine de los tiempos previos a la cintas de VHS e internet).
El final de la película es de una crudeza sin par. A través de una matanza, Travis Bickle logra liberar a la joven prostituta y redimirse a sí mismo, pues es por un acto como ese que el protagonista halla un sentido a su vida y logra ser reconocido por la comunidad como un héroe. En un país como Estados Unidos, en el que el Estado a menudo anima a sus ciudadanos a tomarse la justicia por su cuenta, la violencia de Bickle no será pagada con cárcel sino con la admiración de todos.
Curiosamente, el guion de Paul Schrader está inspirado en un atentado contra la vida del gobernador de Alabama George Wallace a manos de Arthur Bremer, quien descerrajó contra él varios disparos, dejándolo paralítico. Lo más llamativo es que la propia película sirvió luego de inspiración a John Hinckley Jr. para tratar de asesinar al presidente Reagan en Washington D.C, en 1981. Hinckley, otro perturbado carente de éxito social, estaba obsesionado con Jodie Foster, la actriz que interpretaba a la prostituta menor de edad. La acosaba en su campus de Yale, donde estudiaba y, finalmente, viéndose rechazado por ella, decidió matar al presidente Reagan para llamar su atención. Aunque Reagan sobrevivió al atentado, lo hizo por los pelos. Hinckley fue condenado a pasar casi el resto de sus días en un sanatorio mental, de donde salió en 2016, al no ser ya considerado una amenaza para la sociedad.
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