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Pensar la guerra después de 1945
En junio de 1945 las armas callaban en Europa, se firmaba la Carta de las Naciones Unidas y se escuchaba con fuerza el grito del ¡nunca más a la guerra!, aunque aún no se había producido el ataque más novedoso y devastador. Las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki finiquitaron la guerra mundial y, al mismo tiempo, dejaron arruinada cualquier teoría de la guerra que se hubiera escrito. Oppenheimer soterró a Clausewitz, aunque no del todo. Sobrescribió todos los tratados. Desde 1945 el pensamiento sobre la guerra quedó enteramente determinado por la amenaza atómica.
Con la posibilidad de una guerra entre potencias nucleares se desarrollaron la “doctrina nuclear” y la noción de “disuasión nuclear”. Había que evitar un crecimiento descontrolado de algo tan letal para la humanidad. Sin embargo, hoy por hoy, la proliferación nuclear vuelve a estar descontrolada. ¿No da miedo la evidente relación que eso tiene con la desaforada carrera armamentística convencional? En las mesas oficiales de negociación, y menos aún en las muchas ferias de la boyante industria militar, no se alude al riesgo de hecatombe nuclear, pero seguramente todo el mundo lo siente. No está en el argumentario del rearme. Socialmente también se obvia. No pensamos en la guerra nuclear porque es demasiado horrible. En una especie de ejercicio de disociación psicológica colectiva eludimos ese riesgo. Nos resignamos a una geopolítica lamentable: la existencia de potencias nucleares no es una manera contenida y legítima de defensa del territorio propio, sino una amenaza constante e ilegítima para todo el planeta.
La doctrina nuclear es una gran paradoja llena de ocultamientos e incumplimientos. Admitir la posibilidad de una guerra nuclear debería ser, no obstante, el motivo que impulsara el desarme integral. Porque después de 1945 la letalidad de esta nueva arma nos está indicando que una eventual guerra entre potencias, si llegara a convertirse en atómica, pondría fin a la vida sobre la tierra. Por eso, tanto el rearme de España y Europa como el poderío nuclear de ciertos países no son meras políticas militares democráticas y civilizadas. Las opiniones públicas, las masas de electores, los movimientos sociales y de protesta, no pueden seguir dando crédito democrático a quienes no lo merecen. ¿Por qué no abren el debate ciudadano sobre cuestiones tan decisivas como la defensa de las vidas, los derechos y las haciendas? ¿Acaso temen que se reactive la oposición popular a la guerra? La gigantesca carrera armamentística que han emprendido, además de poner en riesgo las obligaciones constitucionales de protección social de las poblaciones, está rompiendo las bridas morales, culturales y políticas que aún ponen en valor la necesidad del desarme en las relaciones internacionales.
Cuando Putin habla del riesgo nuclear, lo de menos es que vaya de farol. Esto no es un juego de rol sobre malos estrategas y falsas presiones diplomáticas. En la mesa de la geopolítica mundial están sentados dirigentes poderosos que hacen más creíble la guerra que la paz y más factible el armamentismo que el gasto social. ¿Qué lecciones de historia y sobre todo de futuro nos están dando cada día esos mandatarios? No pocas, por negativas. Las añagazas de Trump y Putin ponen muy a las claras que en el siglo XXI la última ratio de la guerra es la amenaza de conflagración nuclear. Una amenaza que se agiganta en un mundo muy digitalizado y sin embargo embrutecido, con un Oppenheimer arrepentido y un Clausewitz redivivo, donde cabe experimentar la novedad de la ciberguerra y arrastrar con ella las ratios de las viejas guerras, con todas sus formas de exterminio, desde el terrorismo y la guerra de baja intensidad que se confunden con la delincuencia y la rapiña, hasta las levas de miles de jóvenes reclutados para ser carne de cañón (como ocurre con Rusia y Ucrania), o la violencia destructiva más atroz, en la que se diluye la idea misma de guerra para convertirse en genocidio (como en Gaza). No se olvide que en la última ratio de ese genocidio gravita la presión del arsenal nuclear que ha acumulado Israel y su temor a que Irán pueda hacer lo mismo.
El 2% del PIB en gasto militar que ha aprobado el gobierno español, y el 5% que exigen Trump y el secretario de la OTAN, no son solamente cifras desorbitadas, antidemocráticas, irresponsables y peligrosas. Forman parte de un ejercicio de disuasión imposible, y menos aún en el actual contexto de proliferación nuclear. Frente a las potencias nucleares ningún arsenal de armas convencionales es disuasorio, y, sin embargo, siempre será destructivo al albur de una geopolítica crecientemente militarista.
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